lunes, 31 de diciembre de 2018

2018

Tanto en 2016 como en 2017, me pasé el año rellenando papelitos de colores con cosas bonitas que vivía para luego, el último día del año, leer su contenido y recordar todo lo bonito que me había dado ese año. Este 2018 empecé a hacerlo, pero paré en febrero. No tenía un motivo concreto por el que dejar de hacerlo pero, visto a posteriori, tal vez ya intuía que este no sería un buen año, que sería uno de esos años con más que olvidar que de recordar, como así ha sido.

Es imposible que todo vaya bien siempre. Es imposible ser felices todo el rato y no encontrarte con cosas malas, negativas o tristes en nuestra vida. Supongo que la gracia es encontrar el equilibrio, no tanto saber ver la parte positiva de las cosas que nos duelen, sino disfrutar de lo bueno aún más de lo que lo malo nos hace sufrir. Por eso, aunque he llorado un montón en los últimos meses, acabo el año tranquila y casi diría que feliz, con un montón de ilusiones puestas en 2019, con la intención de resituarme en mi vida, de seguir disfrutando de las pequeñas cosas, de la gente bonita que está a mi alrededor, de recuperar la energía (personal y laboral) que en los últimos tiempos se me ha escapado, en gran parte, por la tristeza.

Lárgate ya, 2018. Admito que ha habido algún momento bueno, probablemente muchos más de los que recuerdo ahora mismo, pero necesito que te largues de una vez.

sábado, 22 de diciembre de 2018

El cielo de mi padre

El cielo de mi padre tiene una playa enorme, de arenas finas y blancas y aguas cristalinas. En la playa, luce un sol cálido que no quema y sopla una brisa suave y agradable que, sin embargo, no levanta olas, por lo que el mar está en calma. Mi padre pasa largas horas paseando por la orilla de la playa, mojándose los pies, o nadando en las aguas limpias y transparentes, con una gorra de visera cochambrosa de tanto usarla. A veces se sienta en una silla bajo la sombrilla, contemplando la playa y el mar, en primera línea porque, en su cielo, siempre hay sitio para clavar la sombrilla y colocar la silla en primera línea de playa. A veces, el cielo se nubla y mi padre contempla los relámpagos que se ven en el horizonte y escucha los truenos que se oyen en la lejanía con una sonrisa en los labios.

En su cielo, mi padre tiene una casa de planta baja y orientación sur, con un taller en el que guarda ordenadamente un montón de herramientas que usa frecuentemente, porque en su cielo, siempre hay algo que reparar, alguna bombilla que colgar, algún cuadro que colgar, alguna pared que pintar o alguna estantería nueva que montar. No son grandes obras, son cosas pequeñas que va haciendo poco a poco, para mejorar su casa (y seguro que la de algún que otro vecino). En su casa, tiene una tele grande en el salón, en la que siempre dan documentales de naturaleza o partidos de fútbol, que ve frecuentemente. En su cielo, el Barça gana todos los partidos y se corona campeón de todas las competiciones. La casa tiene una cocina grande y se dedica a cocinar cosas ricas, sin preocuparse de colesteroles, ni de azúcar, ni de ninguna de esas cosas que nos preocupan en la tierra. Cocina para él y para los visitantes que recibe: sus padres, su hermano pequeño, amigos de la infancia y juventud que llegaron a sus propios cielos antes que él. Hace paellas, come lechona frecuentemente y desayuna un bocata con un vaso de vino. Lo genial es que la hora del desayuno o de la comida o de la cena no está ahora relacionada con la ingesta de pastillas, porque en su cielo, mi padre no tiene ni el colesterol, ni la tensión, ni el azúcar altos; no tiene que tomar anticoagulantes, porque allí no existen las cardiopatías; no tiene problemas de retención de orina porque su vejiga está intacta y funciona estupendamente bien, sin ningún tumor jodiéndole el funcionamiento y la vida. Ni siquiera tiene que ponerse los audífonos porque oye perfectamente. Por supuesto.

Fuera de casa, en su cielo, mi padre tiene un huerto enorme. Bueno, no enorme, lo suficientemente grande para cuidarlo y cultivarlo él, sin esfuerzo. En su huerto, tiene sembradas un montón de cosas. Tomates, pimientos, fresas, berenjenas, plantas aromáticas y algún que otro árbol, como limoneros, naranjos, una higuera y un granado. Las plantas no enferman y dan unas frutas y verduras deliciosas que recoge siempre en su punto de maduración exacto. La casa tiene un porche en el que se sienta tranquilamente al anochecer, a contemplar el huerto, escuchar alguna tormenta lejana (sí, sí, son habituales las tormentas en su cielo) mientras se toma una cerveza y espera, mirando siempre el camino que llega del mundo de los vivos a su cielo. Porque en su cielo, mi padre está esperando a que llegue el amor de su vida, mi madre. Y me sabe mal tener que decirlo, pero vas a tener que esperar bastante, papi, porque tú te has ido demasiado pronto pero voy a retener aquí a mamá, con nosotras, todo el tiempo que pueda. Egoístamente. Total, al final os reencontraréis, nos reencontraremos todos. Eso es inevitable.

Mi padre, que ya lleva más de dos meses en su cielo, hoy hubiera cumplido 78 años y lo hemos celebrado comiendo y bebiendo, como mejor sabemos, como lo hubiéramos hecho si siguiera aquí.

Ay, papi, cómo te echo de menos.

En la foto, mis padres hace unos cuantos años, en una playa que se parece mucho a la de su cielo.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Una noche inesperada


 El martes pasé una noche inesperada en Ibiza.

Volvía de Madrid a Palma y el avión se tuvo que desviar por la niebla que cubría mi ciudad y su aeropuerto. Pero aterrizamos felizmente (como bien dijo el piloto) en Ibiza. Y claro, aparecieron un montón de expertos en aeronáutica que dudaron de la decisión del piloto, de su capacidad y que pretendían arreglar el mundo con sus opiniones declamadas en voz (demasiado) alta. “Otros vuelos están aterrizando”, era la conclusión sabia de muchos. Sí, pero por lo que fuera, el nuestro no.

En realidad “por lo que fuera” era algún tema técnico del avión. El nuestro era pequeño y no tenía capacidad de aterrizar con niebla. Eso nos dijeron. Y yo, al contrario que muchos de los otros pasajeros, no soy experta en aeronáutica, así que si me dicen que nos desvían a Ibiza porque no podemos aterrizar en Palma por niebla, me hecho unas risas con el jefe, me reacomodo en mi asiento y espero a que aterricemos viendo capítulos de “Pequeñas mentirosas”.

Luego la cosa se complicó, porque querían llevarnos con otro avión más grande, pero al final no pudo ser, así que cinco horas después de aterrizar en Ibiza, por fin pudimos ir a un hotel.

De Ibiza no vi nada. Bueno, sí, Dalt Vila, los edificios que forman el casco antiguo amurallado, iluminado de noche, pero nada más. Al llegar al hotel, caí agotada en la cama, no podía más. Al día siguiente, a las siete y rodeados de nuevo de niebla, volvíamos al aeropuerto para viajar, esta vez sí, y aún teniendo que esperar algunas horas más, a nuestro destino final.

Esa noche inesperada en Ibiza me recordó la noche inesperada en Estambul de hace un año.

Hace un año viajé a orillas del mar Negro, a Batumi, una ciudad curiosísima de Georgia. La ciudad en sí bien se merecería su propia entrada, que nunca hice, pero la vuelta de ese viaje se merecería casi un libro. La cuestión es que viajar entre Batumi y mi isla era complicado, así que el viaje tenía dos etapas: Batumi-Estambul-Roma, noche en Roma y Roma-Madrid-Palma. Con la emoción de que al día siguiente viajaba a otra reunión a Barcelona que a su vez enlazaba con otra reunión en Málaga.

Nadie dijo que los viajes de trabajo fueran fáciles.

Aquel viaje de vuelta se convirtió, vuelo cancelado mediante, en una noche extra en Batumi (en una habitación de hotel más grande que mi casa. Qué digo yo, casi diría que el doble que mi casa) y en una noche inesperada en Estambul. Porque al final, lo más sencillo fue enlazar dos semanas de viaje, sin pasar por casa, antes de caer rendida por agotamiento justo en navidades (como, por otra parte, viene siendo habitual en mí). Así que me pasé dos semanas con una maleta de mano como único equipaje (salvada por el servicio de lavandería del hotel de Barcelona). Eso también se merecería una entrada propia.

Pero yo hablaba de noches inesperadas.

Lo más loco de la noche inesperada en Estambul es que, al llegar a su aeropuerto, me separé de mis compañeros de viaje (que sí llegaron a su destino final ese mismo día, bueno, más o menos), pero en la cola de los pasaportes, alguien me saludó efusivamente. “¿A quién conozco yo en Estambul?”, pensé. Pues conocía a una chica georgiana que había sufrido el mismo vuelo cancelado que yo y que volaba también a Barcelona al día siguiente (pero en un vuelo distinto al mío). Así que nos juntamos, nos hicimos amigas, nos fuimos juntas al hotel y decidimos irnos a pasear por Estambul, con una frase común “Yo, esto no lo haría sola, pero ya que estamos las dos…”.

Así que mi noche en Estambul fue más productiva que mi noche el Ibiza: Al menos paseamos por la ciudad (que recordaba sorprendentemente bien, aunque solo había estado una vez antes, hace siete u ocho años), compramos un par de cosas (incluido un bolso precioso), cenamos y nos tomamos un té. Y nos volvimos más felices que unas perdices al hotel.

La vuelta al aeropuerto al día siguiente también fue toda una odisea, pero bueno, bien está lo que bien acaba.

Y cuando la vida te regala una noche inesperada en Estambul, en Ibiza, o donde sea, hay que disfrutarla. Aunque disfrutarla signifique meterte en el hotel a dormir a pierna suelta.

Quién sabe cuándo volveré a Estambul.

Quién sabe cuándo volveré a Ibiza.

Las fotos, una de la mañana de niebla en Ibiza, la otra de la noche en Estambul.





lunes, 24 de septiembre de 2018

Baby ginkgos

Durante varios meses, he tenido tres fiambreras de plástico en la nevera llenas de semillas de Ginkgo biloba, de tres orígenes diferentes: Madrid, Roma y Pisa. Las dos primeras, del año pasado; la última, de principios de este año. De vez en cuando, he sacado las semillas para volver a empapar el papel de cocina que las envolvía, para ayudar a su germinación. Pero hacía mucho que no las sacaba, ni les hacía caso. Estaban ahí, pero he tenido muchos fracasos intentando germinar ginkgos después de aquel primer intento que fue un éxito, hace casi diez años, así que dejarlas en la nevera, sin comprobar si iban bien o, simplemente, no iban, era una manera de no aceptar una nueva derrota. Hoy, no sé por qué, me he decidido hacerlo.

Tal vez ha sido por la resaca de una semana de viajes en la que todos mis vuelos han llevado retraso o se han cancelado, en la que mi maleta ha llegado tarde tanto a la ida como a la vuelta y de la que he acabado muy cansada y algo cabreada. Aunque también me ha enseñado a relativizarlo todo.

La cuestión es que al abrir las tres fiambreras, me he encontrado un poco de todo.

Las semillas de Madrid estaban podridas, así que han acabado en la basura. Ni siquiera he intentado salvar alguna de ellas; no, no lo he intentado.

Las de Pisa, las más recientes y más pequeñas, estaban bien. Las he vuelto a hidratar y las he devuelto a la nevera.

Algunas de las de Roma estaban podridas y otras, ¡oh, sorpresa!, germinadas. Son las de la foto.

Ha sido una alegría equivalente a la que sentí el viernes, cuando recuperé mi maleta después de tres días sin ella.

Así que he sembrado las semillas en varias macetas diminutas que tenía por casa.

No sé cuántas de esas semillas prosperarán, ni si alguna llegará a convertirse en un arbolito, pero que no sea porque no lo he intentado.

Crucemos los dedos para que mi bosque de ginkgos siga creciendo.

martes, 28 de agosto de 2018

Sin aliento

No recuerdo exactamente qué pasó. Sé que dijo o hizo algo. O simplemente, apareció. Sé que, fuera lo que fuera, me dejó sin aliento. Sé que me alejé todo lo que pude, tenía excusa para hacerlo. Salí de allí a paso firme, andando sin parar, bajando las escaleras con decisión. Y cuando llegué a un punto en el que sabía que estaba fuera del alcance su vista, me paré. No podía respirar. Me ahogaba. Respiré hondo, tratando de llenar los pulmones, de recuperar el oxígeno que no había entrado a ellos al quedarme sin aliento. Ojalá recordar qué hizo o dijo, pero de verdad que no lo recuerdo. Pero recuerdo la sensación de ahogo, el no poder respirar, el pensar en que no debería dejarme llevar por sentimientos tontos. Pero me ahogaba. Y entonces supe que había vuelto a perder la batalla.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Cádiz

Por motivos diversos, llevo viajando los tres últimos años a Cádiz en las mismas fechas, finales de julio. Del primero de esos viajes, hablé aquí. El segundo, ni lo mencioné. Algún día tendría que saldar esa deuda de no haber escrito casi sobre mis viajes del año pasado. En cualquier caso, ha sido curiosa la manera en que, a lo tonto, estoy convirtiendo ese viaje en una tradición. En realidad no llega a tradición, en realidad todo ha sido fruto de la casualidad. De varias casualidades. De un montón de constelaciones que se han alineado para que sea así. De un montón. Ni os lo podéis imaginar. Pero ha sido así y no me importaría repetir el año que viene y convertir estos viajes en eso, en tradicionales.

Este ha sido un viaje bonito pero también extraño y complejo. He ido por varios motivos, que se entrelazaban entre ellos y que me han hecho difícil contestar a la pregunta que me hacía la gente: “¿A qué vas?”. “A muchas cosas”, contestaba yo.

De los días en Cádiz me llevo varios momentos, reflexiones y recuerdos memorables. Un montón. He paseado por la ciudad, que me encanta. He trabajado, como era necesario. Y he pasado mucho tiempo con mucha gente, gente variada, amigos nuevos, amigos antiguos, colegas que hacía mucho que no veía, otros que vi hace poco, gente con la que he reído, gente con la que he charlado, hasta gente con la que me he enfadado un poquito y gente con la que he compartido tintos de verano, cerveza, atún, chocos, cazón y salmorejo.

Y también he tenido tiempo de pasear, sola, y pensar y darle vueltas a muchas cosas, sobre algunas decisiones e, incluso, de volver a ver el gingko que hay en el Parque Genovés. Qué bonito es.

Cádiz me encanta, con ganas de más me he quedado, claro.

Debería volver el año que viene. Claro que sí. No debería olvidar que, en estos momentos, yo podría estar viviendo allí.

Las fotos, con el móvil. La réflex, ni me la llevé. Y las pocas que hice con la compacta, ni las he descargado aún.











lunes, 20 de agosto de 2018

Una cesta

Hace mucho que no publico nada de las cosas que tejo. En realidad, es que no he tejido demasiado en los últimos meses. Bueno, tejer, tejo, pero acabar cosas, pocas. Estos días he decidido intentar retomar los proyectos que tengo pendientes de acabar y tejer cosas rápidas, de esas que solo necesitas unos días para tenerlas listas.

Y ahora tengo una cesta nueva.

Es de trapillo que compré hace tiempo y tenía por casa. La verdad es que no me ha entusiasmado tejer en trapillo, pero el resultado sí que me gusta. Me encanta, porque queda rígido que es lo más adecuado para una cesta.

La cesta es de un patrón de We are knitters y es la tercera que tejo. La primera, una verde de lana gruesa, que uso para meter lanas. La segunda, una de colorines que regalé a mi madre y ya enseñé aquí. Esta es la tercera. Lo del cactus y los aloes no es definitivo, la cesta no será para ellos, pero quería ponerle algo bonito dentro. Lo curioso es que, según el material que he usado, pongo por fuera la parte exterior o la interior. No es que sea una cesta reversible, pero según el material me gusta más de una manera o de otra.

Y esta me gusta así.

jueves, 12 de julio de 2018

"Mansfield Park" de Jane Austen

Creo que “Mansfield Park” es el único libro de Jane Austen que no me había leído aún, así que con la excusa de las tuiteras austenida, tocó leerlo. Vaya por delante que la planificación no está saliendo según lo planeado (a estas alturas, ya deberíamos haberlos leídos todos), pero oye, la cuestión es leer.

Creo también que “Mansfield Park” es el libro que menos me ha gustado de Jane Austen. No sé si es que me ha pillado en una época un poco desenganchada de la lectura, que iba predispuesta a odiar a Fanny Price por la influencia de Lady MG o que simplemente no me ha enganchado como esperaba. El principio se me hizo largo, pesado y confuso (me tuve que hacer un esquema de personajes, no sabía quién era quién); vamos, se me atragantó un poco. Pero llegó un día que decidí que no podía ser, que tenía que acabarlo, y poco a poco fui avanzando en la historia hasta conseguirlo.

La novela cuenta la historia de Fanny Price, una jovencita de origen humilde que se va a vivir con sus tíos económicamente mejor situados, Sir Thomas y Lady Bertram. Allí crece con sus cuatro primos, dos chicos y dos chicas. Se enamora perdida y secretamente de su primo Edmund y tiene que lidiar con el enamoramiento de éste hacia Mary Crawford y del hermano de esta, Henry, hacia ella. Henry previamente se ha dedicado a tontear con las primas de Fanny, Maria y Julia, aunque la primera está comprometida al señor Rushworth. El cuarto primo, Tom, es un pájaro de cuidado que se dedica a dilapidar la fortuna familiar. Hay otros secundarios por ahí, pero creo que ya es bastante complicado el tema.

La verdad es que vista así, la historia es divertida. Cierto que Fanny es un poco pava, sobre todo al principio y cierto que al principio se me hizo todo muy cuesta arriba y complicado, pero me alegro de haberla acabado de leer, vale la pena.

Nada más acabarla, vi la película, dirigida por Patricia Rozema y ¡madre mía! Igual estaba muy influenciada por la novela (pues claro), pero solo le encuentro “peros”. Para empezar, los actores me parecen mayores que los personajes a los que interpretan, pero mucho, sobre todo ellas, y eso hace que no me los crea. No los veo como jovencitos, sino como adultos hechos y derechos haciendo de jovencitos. La ambientación me ha confundido un poco o igual es que yo no entendí la novela: creía que los tíos eran ricos y me imaginaba una casa no sé, no Downton Abbey, pero sí algo más elegante. Que el aspecto abandonado y decadente de Mansfield Park en la película es fascinante, pero ese no es el Mansfield Park que describe el libro (o yo lo entendí todo mal). Tiene momentos que me parecen pedantes, cuando los personajes se quedan mirando al infinito mientras una voz en off (la de Fanny, porque esa es otra diferencia, en la película es Fanny la que cuenta la historia) nos cuenta cosas. Y los cambios de los personajes y la trama. Yo no he visto los personajes de la novela reflejados en la película. Sí, la película cuenta una historia con unos personajes, pero no es la historia que en la novela ni son los mismos personajes. Han borrado de un plumazo a William, el hermano de Fanny, que, a partir de un momento dado, es parte importante de la trama. Le dan mucha importancia desde el principio a Susan, una de las hermanas de Fanny que en el libró solo aparece hacia el final. Y convierte Lord Bertram, un tipo serio pero sensato en la novela, en un explotador y abusador de esclavos, en una trama que no existe en la novela y que no entiendo qué pinta ahí. O igual estaba y yo no entendí nada, de verdad. Lo único divertido ha sido descubrir a un jovencito Lord Grantham de “Downton Abbey” (Robert Crawley) haciendo del señor Rushworth.

Ahora toca “Emma”. He intentado empezar a leerlo estos días, pero creo que voy a esperar al otoño para leerlo, no me pega hacerlo en verano, no sé por qué.

domingo, 8 de julio de 2018

Dos semanas

He estado dos semanas sin cerrar puertas con llave, sin pensar en cogerlas al salir de casa. He estado dos semanas sin decidir qué cocinar y sin preocuparme de hacer la compra, en las que mi mayor decisión culinaria ha sido qué como hoy de lo que ofrecen. He estado dos semanas sin apenas decidir qué me ponía, con una selección de ropa tan limitada como adecuada a las circunstancias. He estado dos semanas sin llevar falda, ni ropa bonita. He estado dos semanas pendiente del parte meteorológico, de los vientos y de las olas, preocupada porque no siempre (o mejor dicho, casi nunca) acertaba. He estado dos semanas cubriendo con una bolsa de basura un portillo en mi camarote, porque amanece muy pronto y siempre se colaba un rayo de luz por una rendija que dejaba el estor. He estado dos semanas encendiendo el ordenador a las siete de la mañana, buscando boyas y comprobando dónde estaba pescando la flota antes de desayunar, a eso de las siete y veinte. He estado dos semanas poniéndome el casco, las botas de seguridad, y el chaleco salvavidas entre dos y cinco veces al día, antes de bajar a popa, a mi rincón favorito del barco, para ver cómo se recuperaba el arte muestreador, comprobar que no se había dañado y echar un primer vistazo a la captura. He estado dos semanas intentando rascarme la cabeza con el casco puesto y solo conseguirlo la única vez que olvidé ponérmelo. He estado dos semanas sin distinguir martes de sábado. Bueno, sí, distinguía los fines de semana porque no recibía casi correos electrónicos. Y porque los domingos había cruasán o donuts. Algún día de esas dos semanas, he flipado con el cielo estrellado. Y con una tortuga marina. Y con delfines. Y con la tormenta que nos despidió saliendo de puerto la primera noche. He estado dos semanas con un molesto tic bajo el ojo derecho, en la ojera; bueno, no las dos semanas pero sí de manera continua los primeros días y mucho más esporádica los últimos. He estado dos semanas compartiendo trabajo, comidas y horas de ocio con las mismas cuarenta personas. Y no nos hemos peleado, aunque con algunos sí nos hemos abrazado. He estado dos semanas sin conducir un coche, sin wifi, sin Netflix, sin leer por ocio, sin tejer, sin bailar swing. He estado dos semanas buscando compañeros para poner lavadoras, robando horas al sueño para charlar un rato con viejos y nuevos colegas y amigos, repartiendo galletas, chocolate y patatillas. He estado dos semanas planificando y replanificando, organizando y reorganizando, pensando en lo que estaba haciendo en ese momento, lo que íbamos a hacer en un rato, lo que íbamos hacer al día siguiente y, a veces, incluso lo que íbamos a hacer dos días después. He estado dos semanas flipando con la riqueza de nuestros hábitats, con la diversidad de especies; flipando por seguir flipando después de tantos y tantos años dedicándome a esto. He estado dos semanas intentando no volverme supersticiosa, como siempre me vuelve el mar, y apenas conseguirlo (“hoy me pongo otra vez estos pendientes porque ayer todo fue bien”; “no apuntes el número de los muestreos de mañana antes de hacerlos porque da mala suerte”; “ay, no he apuntado aquí la fecha cuando siempre lo hago, a ver si va a pasar algo”). He estado dos semanas con toda mi vida concentrada en un barco en mitad del mar, aislada de tierra firme, solo entrando a puerto una vez, en Maó (Menorca), para disfrutar de otra noche loca y memorable y de unas primeras horas de la mañana en las que estaba sorprendentemente lúcida. He estado dos semanas currando a destajo, riéndome por tonterías, poniéndome firme cuando tocaba y rezando a los dioses marinos para que fueran benévolos con nosotros.

He estado dos semanas en el mar.

Y ha sido maravilloso.

Ya hace dos semanas de esas dos semanas.

Las fotos son de esos días.

















viernes, 29 de junio de 2018

Amanecer

Hoy ha sido el primero de veinte días en el que no he puesto el despertador. Veinte días. Casi tres semanas. Y, claro, he dormido fatal. Me he despertado cada dos horas, por culpa de las malditas prostaglandinas: a las dos, a las cuatro, a las seis. Las dos primeras veces, he conseguido dormir. La tercera ya no. Me sentía despierta, sin sueño y me he quedado en la cama un rato, tranquilamente, escuchando el silencio de primera hora de la mañana, interrumpido por los truenos. Sí, los truenos. Ha estado tronando, igual que anoche.

Tumbada en la cama, trataba de recordar los sueños de la noche. En los últimos días, sueño cosas relacionadas con el mar, con el último Festival de Primavera del que volví no hace aún una semana. Estos días me pasa siempre lo mismo: sé que he soñado con los días de mar, pero no recuerdo qué he soñado exactamente. Y así, tumbada, pensando en los sueños, en el mar y en los truenos, me ha parecido que estos marcaban el punto y final de los días de mar. Cuando embarcamos, hace veinte días, el día fue lluvioso, tormentoso. Salimos de puerto viendo relámpagos por todas partes, oyendo truenos en la lejanía. Por eso hoy, al volver a escuchar truenos, he vuelto a ese primer día y me ha parecido que, ahora sí, se cerraba el Festival de Primavera.

Luego me he dado cuenta de que ya estaba amaneciendo y me he asomado para ver si las nubes de tormenta estaban cerca o lejos, para intentar averiguar si después de los truenos vendría la lluvia. Y me he encontrado con un amanecer espectacular, con nubes negras, con el sol saliendo y con un arcoíris ahí, justo enfrente de mis narices. Y no he podido evitarlo, no he podido evitar pensar “Este amanecer, en el mar, sería la bomba”. Sí, debe haber sido la bomba, claro. He estado un rato contemplándolo. Y luego he corrido primero a por el móvil y luego, igual ya un poco tarde, a por la réflex, para intentar capturar esa luz, esa magia, ese momento único matutino que me he encontrado por casualidad. Y he descubierto que, en esta época del año, el sol sale exactamente por el principio de mi calle y roza, lateralmente, mi balcón durante un instante a primera hora de la mañana, para esconderse después detrás de un edificio y volver a pegar, ya con toda su fuerza, cuando está más alto. Y me he puesto a observar lo que me rodeaba. He visto texturas que ni sabía que existían. He descubierto que han pintado los cuartos de ascensores del edificio de enfrente. He oído varios despertadores sonar en pisos diferentes. He aceptado que las persianas están (mucho) más sucias de lo que me creía. He visto a una vecina salir con el pelo envuelto en una toalla a ver si la ropa tendida se había secado. Y he visto como, finalmente, el arcoíris, poco a poco se iba diluyendo.

Y he pensado que claro, que en el mar, esto hubiera sido maravilloso. Pero en mi balcón, bueno, en el fondo mi balcón no es más que la banda del barco que es mi casa, que lo que vivo es lo que hay de la barandilla para adentro y lo que hay más allá, sean casas, sea mar, sea el cielo matutino, está para contemplarlo.

Después de eso, me he tomado un antiinflamatorio y he conseguido dormir unas horas más. Cuando me he levantado, he decidido que era el momento, hoy sí, de cerrar el ciclo del mar. He vaciado por fin la mochila. He puesto lavadoras. He limpiado las botas de seguridad que ya necesitan ser reemplazadas. He recogido todas las cosas que me llevé al mar. Y he cerrado el ciclo. Hasta la próxima.

El otro día leí una frase, parece ser que de Leonardo Da Vinci que decía “Una vez que hayas probado el vuelo, siempre caminarás por la tierra con la vista mirando al cielo, porque ya has estado allí y allí siempre desearás volver”. Con el mar pasa lo mismo.

Exactamente.

Yo acabo de llegar y ya estoy deseando volver.

Las fotos, de ese ratito en el balcón, con la réflex.




 




domingo, 29 de abril de 2018

#Cuéntalo

Esta semana ha sido laboralmente agotadora. Organizábamos una reunión internacional en la oficina, que además yo co-coordinaba y eso siempre implica un extra de esfuerzo, un extra de energía y un extra de trabajo que me deja eso, agotada. El jueves salimos a cenar en grupo. Fue una cena divertida, a la que se apuntó casi todo el mundo de la reunión y que acabamos en mi garito favorito de swing. Así estábamos el viernes claro, cansados de trasnochar entre semana.

El viernes, hablaba con mi padre de la cena y, además de preguntarme qué tal había estado y cómo lo habíamos pasado, me preguntó si me había llevado el coche. No lo había hecho, el restaurante está a 15-20 minutos a pie desde casa y el local de swing a 10-15 minutos, así que no me compensaba. “¿Te acompañó alguien a la vuelta?”, insistió. “No, vine caminando”. Me miró con reprobación, qué digo reprobación, con preocupación, pero no dijo nada, se calló esa preocupación que vi claramente en su cara.

Tengo 40 años y mi padre se preocupa porque vuelva por la noche caminando sola a casa.

Eso me hace pensar si algún padre le advierte a su hijo cuarentón cuando sale que no viole, moleste, haga daño o acose a una mujer que no quiere saber nada de él. No, claro que no se lo dice. Debería ser obvio, no debería ser necesario decirle a nadie que no haga daño al prójimo, pero por lo visto no es obvio y sí es necesario. Pero ningún padre ni madre se lo debe decir a un hijo de 40 años, como probablemente tampoco se lo ha dicho cuando tenía 25, ni 18, ni 14. En cambio, a nosotras, a las hijas, desde bien niñas nos dicen lo que no tenemos que hacer. No ir solas de noche por la calle. No ir vestidas provocativas. No hablar con desconocidos. Porque luego si nos pasa algo, la culpa es nuestra, claro.

Cuando volvía a casa el jueves de esa cena, solo hacía unas horas que se había conocido la sentencia de la Manada. Obviamente, la tenía muy presente y solo podía pensar que, si me pasaba algo esa noche, me juzgarían por volver caminando sola a la una y pico de la madrugada y, además, vistiendo una falda por encima de la rodilla. Porque esa es otra. Cuando me vestía para esa cena, estuve a punto de cambiar la falda que tenía previsto ponerme desde el primer momento por unos vaqueros. Al final no lo hice. “Si alguien me quiere hacer algo, me lo hará con falda o con vaqueros”, pensé.

Leer estos días las historias detrás del #cuéntalo en las redes sociales es escalofriante. También lo son leer las respuestas de algunos hombres. Sí, es cierto, no todos los hombres son así. El problema es que todas las mujeres (o casi todas, aunque creo que aquí el casi sobra) han sufrido algún tipo de acoso, abuso, agresión o situación en la que se han sentido incómodas, desprotegidas o violentadas. Y es terrorífico ver como situaciones que no deberían ser para nada normales, las hemos asumido como tales. Y cuando empiezas a hablar, públicamente en redes sociales, con la fuerza que da el #cuéntalo, o en la intimidad con amigas que por fin se atreven a confesar cosas que hasta ahora no habían mencionado, salen historias desagradables y terroríficas, historias que oías que pasaban pero que no pensabas que había pasado a esa amiga o que no te has atrevido tú a confesar. Aún no he oído a ninguna mujer de mi entorno decir que nunca, absolutamente nunca, ha vivido alguna historia que podría compartir en el #cuéntalo.

Pero lo más terrorífico es ver la falta de empatía de algunos. A mí, el mismo jueves uno me dijo que no entendía eso que dicen las mujeres de que se bloquean ante una situación como la que vivió la víctima de la manada. Me hierve por dentro esa falta de empatía, esa absoluta indiferencia al miedo que podemos llegar a sentir. No sé nada de psicología, pero creo que ese bloqueo que casi todas sienten se debe a que no nos lo creemos: hemos oído siempre que eso pasa, pero no nos podemos creer que nos pase a nosotras; nos han advertido tantas veces de no hacer o vestir o hablar o enseñar cosas que pueden hacer que “provoquemos eso” que, cuando a pesar de hacer caso a todas las recomendaciones, cuando a pesar de cumplir las reglas esas que parece que nos van a mantener a salvo, pasa algo, nos parece imposible.

Tengo grabado en la mente una conversación que tuve con un compañero de clase de inglés, hace ya bastantes años. Yo tenía treinta y pico y él tendría veintipocos. El tema de la clase eran los delitos y el profesor nos enseñó una página web en la que la gente registraba los incidentes de cualquier tipo que había sufrido en cualquier lugar del mundo, de manera que cuando planearas visitar una ciudad, sabías qué lugares convenía evitar. Se incluían incidentes de todo tipo, incluyendo robos y violaciones. Una de las categorías era “hombres que te dicen cosas por la calle”. El chico se echó a reír; no podría entender que eso fuera un incidente, le parecía una tontería, absurdo. Yo sí que estaba estupefacta. Le intenté argumentar que que te digan cosas por la calle es muy desagradable y más aún en un país que no conoces. Se siguió riendo y me espetó el típico “es que sois unas exageradas” que hemos oído una y mil veces. El profesor nos obligó a cambiar de tema, para no entrar en una discusión demasiado seria, pero se me quedó grabada la cara del chico aún riéndose de nuestras “exageraciones” aún un rato después.

Con el tiempo, he pensado que tal vez a ese chico nadie le dijo nunca que a las mujeres no nos resulta agradable recibir comentarios por la calle. En general, nunca; en particular, cuando vas sola por la noche por la calle, o cuando eres una preadolescente con un cuerpo de mujer que no sientes aún tuyo. Porque seguramente a él nunca le han dicho nada por la calle que le haya hecho sentir incómodo. Igual tampoco le dijo nunca nadie que rozar con su cuerpo partes sensibles de una mujer desconocida, o directamente manosearla, no es agradable; o de una mujer conocida que no quiere que le hagas eso. Porque seguramente nunca le han rozado o tocado con lujuria sin él desearlo. O que hay ocasiones en las que, por muchas ganas que tengas, por mucho que hayáis llegado a un elevado nivel de intimidad, en el momento en que te dicen no, es no. Porque tal vez él nunca haya cambiado de idea en el último momento o, si lo ha hecho, su compañera seguramente lo ha entendido y no ha intentando abusar de él. El mismo jueves le comenté a una amiga que tengo la sensación de que muchos hombres no entienden lo terrorífico que es para una mujer que la penetren por cualquiera de sus orificios sin que ella lo desee. No sé, no creo que sea tan complicado empatizar con eso, porque ellos también tienen orificios por los que una penetración a la fuerza no les debe resultar nada agradable. La diferencia es que hay pocas posibilidades de que eso les ocurra a ellos y bastantes más a nosotras.

Otra cosa que me resulta complicado entender es la incapacidad que parecen tener algunos para saber cuándo una mujer quiere algo más o no; de no saber distinguir un sí de un no; de no poder entender que si no hay un sí claro, es un no. Por eso, por si alguien tiene dudas, aquí está este vídeo maravilloso que deja muy clara muchas cosas. Y es que, como también se dice bastante últimamente, igual lo que habría que hacer no es enseñarnos a nosotras a protegernos, sino enseñarles a ellos (y entiéndase por ellos los que lo hacen, no los hombres en general, claro) a no violarnos.

domingo, 22 de abril de 2018

Madrid

En el último mes y pico, he hecho dos viajes a Madrid, dos viajes por placer a Madrid, en claro contraste a los cuatro viajes por oposiciones que hice en esta época el año pasado.

Madrid es maravillosa.

Tiene muchas pegas también, claro. Muchas. Para mí las más importantes probablemente sean que hay mucha gente, está muy lejos del mar y el clima es tan, tan seco que yo lo noto en los labios y en la piel a las pocas horas de llegar. Y a mi vuelta, sigo teniendo los labios secos durante días, a pesar de todo el bálsamo que me ponga.

Pero también tiene un montón de cosas buenas. Y bonitas.

Tiene tuiteras guays, con las que no me he visto en este último viaje, pero sí en casi todos los anteriores.

Tiene mil opciones de ocio, de restauración y de todo.

Tiene historia, cultura, diversión y un montón de sitios verdes donde perderte.

Madrid es esa ciudad en la que una noche, haciendo una visita nocturna guiada, mientras un guía cuenta una historia de un fantasma que se aparece en un antiguo palacio que ahora es sede del Ministerio de Educación, los cinco que formáis el grupo (más el guía) veis unas luces extrañas y totalmente fuera de lugar en el palacio. Y os miráis unos a otros buscando una explicación racional a eso que acabáis de ver y pensando que, oye, igual el fantasma sigue ahí, por qué no.

Madrid es esa ciudad en la que puede estar lloviendo tres o cuatro días seguidos, como nos pasó hace mes y pico, y que aún así encuentras mil cosas para hacer, llámalo teatro (Billy Elliot es maravillosa), museos (por ejemplo, el Museo Arqueológico Nacional), exposiciones (la de Auswitch es tan dura como imprescindible) o simplemente de tiendas. O que puede alternar nubes y claros y pasarte el día quitándote y poniendo chaquetas, mirando por la ventana antes de salir del apartamento y echando a suertes cuanto te vas a abrigar ese día, como nos ha pasado esta semana.

Madrid es esa ciudad en la que se juegan finales de Copa del Rey y te pasas el día cruzándote con afición de uno u otro equipo, con sus camisetas, bufandas, cánticos, alegría y ganas de victoria, con un ambiente tan único, multitudinario y eufórico que te dan ganas de cantar y saltar con ellos, sean de tu equipo o no. Y aunque no tengas equipo.

Madrid es esa ciudad en la que un camarero te habla valenciano porque ha oído una charla mallorquina-valenciana en tu mesa.

Madrid es esa ciudad en la que un día, después de pasarlo pateándola, aprendiendo su historia, viendo tiendas, comiendo y bebiendo bien, estás volviendo al apartamento pero acabas en un local de cerveza artesana que te han recomendado varias veces. Y allí conoces a un grupo de chavales entre los que está uno cuyo hermano vive en tu isla. Qué digo en tu isla, en tu ciudad. Qué digo en tu ciudad, en tu barrio. Qué digo en tu barrio, en la calle de al lado. Y al final el grupo de tres se convierte en un grupo de seis y os pasáis horas charlando y buscando locales abiertos para tomar la última. Y cuando por fin decidís que sí, que esa era la última, acabas en una chocolatería que abre las 24 horas del día, llena de fotos de famosos en sus paredes y a la que entra un travesti con tipazo y peluca rosa fosforito.

Madrid es la bomba.

Viajar con gente bonita es genial.

Aunque en las dos noches que he pasado ahora allí haya dormido tanto (o tan poco) como esta primera noche en casa.

A veces, pasar sueño merece la pena.

En la foto, el templo egipcio de Debob, durante una visita guidada (y muy recomendable) que hicimos.. Me encanta.

miércoles, 11 de abril de 2018

Preguntas

La cantidad de cosas que le hubiera preguntado en su día. Muchas, muchísimas. Un montón de cuestiones que me rondaban por la cabeza, interrogantes sin resolver, tantas cosas que no entendí en su momento y de las que quería explicación. Y de repente, al tenerlo delante después de tanto tiempo, no tengo nada que preguntarle. Porque ahora, a estas alturas, ya nada me importa. Sí, tal vez seguiría sintiendo curiosidad por esas mismas cosas. Si las recordara. Porque ya no las recuerdo, no tengo ni idea de lo que me inquietaba, de lo que quería saber. Así que callo, no digo nada. Porque ya no quiero saber. Y aunque quisiera, qué rayos importa todo aquello ya.

domingo, 8 de abril de 2018

Una noche en Roma

Anoche vi una película italiana “La gran belleza” de Paolo Sorrentino porque se desarrollaba en Roma. La película no me gustó especialmente, aunque debo admitir que igual no le hice todo el caso que debiera, estaba entretenida en otras tonterías y yo solo quería ver Roma. Pero verla me ha hecho recordar esta entrada que escribí hace ya varios meses y que aún no había visto la luz. Así que aquí está.

Es diciembre y en mi viaje hacia las orillas orientales del Mar Negro, paso unas horas en Roma, una noche de escala. Una colega italiana me acoge en su casa, un piso alto, pequeño, muy acogedor, más allá del Vaticano y con ojos de buey cual ventanas, como si de un barco se tratara. Llego después de las siete de la tarde, tras dos aviones, un tren y un metro. Nos tomamos un vino blanco mientas nos ponemos al día y luego salimos. Tenemos planes para cenar, ambas con colegas que se encuentran en la ciudad en una reunión. Los conozco a todos, pero acabamos en dos grupos diferentes. Vamos al centro en motorino, con el sistema de motos público de la ciudad. He ido en moto por Roma. Flipo. Por el camino, vemos la basílica de San Pedro, el Castillo de Sant’Angelo, ruinas y columnas de los foros, el Capitolino al atravesar Piazza Venezia, la iglesia de Santa Maria la Maggiore. Me alucina recorrer Roma en moto y reconocer sus calles, saber en casi todo momento dónde estamos; me alucina conocer tan bien la ciudad.

En un momento del trayecto, paradas en un semáforo en rojo, ella se gira y me dice “I love this city”. “Me too”, grito desde atrás. Me encanta esta ciudad y en ese momento mágico, conociéndola desde una perspectiva diferente, me rindo definitivamente a sus pies.

Me encuentro con mis colegas, aún eufórica del viaje en moto y les propongo cenar en un sitio que conozco. Es un restaurante populoso en el que cené justo dos semanas antes, la noche de la estrella. Por el camino, reconozco una calle que una vez vi cubierta de nieve. Y el hotel en el que me alojé entonces. Nos alojamos, debería decir. Hoy chispea y hace frío, pero no nieva. Cenamos estupendamente, pero el frío hace mella en nosotros: las estufas de la terraza no son suficientes para calentar la noche. Caminamos hacia el Coliseo para entrar en calor. Lo fotografío por tercera vez en tres meses. No me canso de hacerlo. En la estación del metro, intento contactar con mi anfitriona para unirme al otro grupo, pero cuando lo logro, ya estoy de camino a su casa. Tengo frío y sueño, así que me retiro. Por el camino, intercambio mensajes que me hacen sonreír.

Llego a un barrio que horas antes me era totalmente desconocido y entro a una casa que no es mía. Me ducho, me pongo el pijama y se me ponen los pelos de punta al ver que el despertador sonará en menos de cinco horas. Poco después, oigo llegar a mi anfitriona pero soy incapaz de decir nada, el sueño puede conmigo.

Ay, Roma, soy tuya para siempre.

La foto es de esa noche, del Coliseo, claro, con una luna brillante, casi, casi llena.

martes, 27 de marzo de 2018

Luz

Hoy han cortado la electricidad durante unas horas en mi casa, por trabajos técnicos que tenían que hacer. No ha sido un corte inesperado, al contrario: hace días que la compañía había puesto un cartel en el portal, anunciando de un corte entre las 5:30 y las 8:30 de la mañana. Al cabo de unos días, apareció un segundo anuncio con los horarios de un segundo corte, el mismo día poco después. Pero el fin de semana pasado, desaparecieron ambos carteles.

Así, anoche me fui a dormir con la incertidumbre de si esta mañana habría o no luz. Suena a tontería, lo del corte de electricidad, pero ahora que hemos cambiado de hora, ni estar tan al este permite tener luz a las 5:30 de la mañana. Así que anoche dejé algunas cosas preparadas: la ropa para hoy, una linterna pequeña, una vela. Prepararme para ir a trabajar en total oscuridad no me parecía demasiado adecuado. No sé quién tuvo la brillante idea de cortar la luz a la hora de irse a trabajar, pero había que adaptarse. Que igual pensáis que oh, son vacaciones, no molestará tanto, pero no es así: en estas islas, las vacaciones escolares son la semana que viene, esta es una semana laboral normal. Corta, pero normal.

Esta mañana me he despertado casi una hora antes de que sonara el despertador, sobre las seis. Instintivamente, he mirado hacia mi radio despertador, esperando ver en sus números rojos la hora, pero solo he visto negrura. He comprobado la hora en el móvil y he comprendido que sí, que habían cortado la electricidad. He logrado dormirme y he tenido un extraño sueño en el que dormía en el comedor, en uno de mis sofás naranjas, junto a otras personas que conozco pero que ni siquiera me son cercanas o queridas. Soñaba que pasábamos la noche ahí, que me despertaba para ir a trabajar y que cuando me iba a duchar a la luz de las velas, tenía que pedir ayuda para sacar de la bañera algunas cosas que había en ella, incluyendo (agárrense) una bañera llena de agua.

Me he despertado en mitad del extraño sueño, gracias al despertador del móvil, el primero que suena siempre. Me he levantado rápido, porque sabía que el segundo despertador, la radio, hoy no sonaría. Y porque hoy, justamente hoy, tenía que ir antes a la oficina. Me he levantado y me he iluminado con una pequeña linterna, he encendido una vela y la he usado para iluminarme por la casa. No sabía cuándo iba a durar la pila de la linterna y sabía que la necesitaría después. Mientras me duchaba, me sorprendía de la luz cálida que emitía, de lo mucho que ilumina una simple llama, del silencio que había en la casa porque mi radio despertador no estaba en marcha.

No he desayunado, quería llegar pronto a la oficina y anoche preparé un bocadillo para comérmelo en cuanto tuviera tiempo hoy. Tampoco he hecho la cama. Cualquier cosa que hacía se complicaba por tener que ir paseando la vela conmigo a todas partes, así que lo he simplificado todo al máximo. Aún así, he perdido la cuenta de las veces que he tocado un interruptor de la luz que no ha encendido nada. En el baño, en la cocina, en mi habitación, en el pasillo. Sabía que no había electricidad, sabía que por muy oscuro que estuviera, tocar esos interruptores no serviría de nada, pero lo he seguido haciendo, instintivamente.

Al salir de casa, antes de las 7:30,
he apagado la vela, claro, y he encendido la linterna. Al cerrar la puerta, he oído como se cerraba otra en el piso superior. He bajado los cinco pisos iluminándome con la linterna, oyendo los pasos de alguien que bajaba solo unos escalones por detrás. También veía la luz de su linterna. Sabía que era un vecino, sabía que era alguien conocido, pero la oscuridad rota por nuestras linternas tintineantes es mala amiga de la confianza y he seguido bajando a buen ritmo, evitando que me alcanzara. No ha sido hasta llegar al portal cuando he visto que mi no-perseguidor era un preadolescente que vive en la planta de arriba, que salía también de casa, en la oscuridad, de camino al instituto, supongo.

Y toda esta tontería de la luz, de la electricidad, de ese ratito que he merodeado por casa como pollo sin cabeza, con velas y linternas, dándole a interruptores que no encendían nada, despistada, y un poco perdida, me ha parecido que es una buena metáfora de lo que es que se alteren cosas de nuestra vida, de nuestro día a día, de nuestro entorno, de nuestra gente. Una buena metáfora de lo que es perder unos referentes, perder algo que sabes que está ahí (si le doy al interruptor, se encenderá la luz), de lo incómodo que es, de lo confuso, de lo fácil que es cuando algo de nuestro entorno se altera; que sí, está claro, sigues adelante, te adaptas, pero vas un poco despistada, y un poco perdida. Como me siento yo a veces.

No sé si me explico.

En la foto, la vela iluminando mis baldosas de pececitos, en el cuarto de baño.

viernes, 23 de marzo de 2018

Pisa es cuqui

Pisa es cuqui.

Eso es lo primero que pensé después de pasar un par de horas paseando por la ciudad cuando llegué la primera tarde, en el viaje de trabajo que me llevó allí hace ya dos meses. No había planeado nada para esa tarde: tenía una conexión corta en Roma entre dos de los tres vuelos que me llevaron allí y no confiaba demasiado en llegar a la hora prevista. Pero sí, llegué. Y como el aeropuerto es pequeño y está cerca de la ciudad, llegué incluso antes de lo que creía. Pisa es cuqui hasta en eso.

Así que después de pasar un momento por el hotel, me dirigí a la plaza de los Milagros, que aparentemente estaba cerca. Lo estaba. Llegué en un momento perfecto, con el sol ya cayendo, con esa luz tan especial que precede al atardecer. La plaza de los Milagros es maravillosa y, al atardecer, más. El baptisterio, el camposanto (del que ya hablé aquí), la catedral y, cómo no, la famosa torre inclinada de Pisa que no es más que el campanario de la catedral, sorprendentemente alejado de ésta, maravillosamente inclinado. Esa tarde, paseé por las calles peatonales del centro, me crucé con multitud de estudiantes que entraban y salían de las numerosas facultades que hay en la ciudad, caminé por las orillas del río Arno y llegué hasta la pequeña Iglesia de Santa Maria della Spina. Recorrí Pisa en un ratito, porque Pisa es cuqui.

Al día siguiente, antes de la reunión, volví a la plaza de los Milagros y ya visité todos los edificios tranquilamente, subida a la torre de Pisa incluida. Por supuesto. Me mareé al entrar, flipé cuando me balanceaba mientras subía su escalera de caracol (y como yo, miles antes, como se ve perfectamente en las marcas que nuestros pasos han ido dejando) y di tantas vueltas en la terraza circular superior que pensé que me acabarían echando. Pero no, porque Pisa es cuqui y de los sitios cuquis no te echan.

Esa noche, después de la cena de grupo, acabamos de nuevo a los pies de la torre de Pisa. Aún volvería varias veces al día siguiente, antes y después de recorrer de nuevo la ciudad, atravesar el río Arno por el Ponte di Mezzo, donde una bandera con los colores del arco iris y la inscripción “PISA PEACE” ondeaba alegremente y flipar un poco más con esta ciudad pequeña, plana, universitaria, viva y alegre.

Pisa es muy cuqui, de verdad. Y fue genial empezar el año laboral viajero yendo allí.

Las fotos son del móvil, de la cámara compacta y de la réflex; hacía mucho tiempo que no la llevaba de viaje.