miércoles, 31 de enero de 2018

El último día de enero

Me afectan mucho las estaciones, el invierno sobre todo. Igual es que soy signo de fuego, pero prefiero pasar calor en verano que frío en invierno. Además del frío, del invierno llevo mal la reducción de horas de sol y por eso sólo quiero dormir, dormir y dormir. Ojalá ser un oso para poder invernar, del uno de diciembre al uno de marzo, por ejemplo.

Los meses del frío se me hacen lentos, especialmente de mitad de diciembre a finales de enero. Ese mes y medio parece que nunca va a acabar. Antes le tenía cierta manía a la Navidad, que podría justificar esta lentitud, pero ya hace tiempo que no, que decidí disfrutarla tal y como viniera. Pero aún así, estas semanas se me hacen largas.

Supongo que lo de final-principio de año no ayuda especialmente. Desde principios de diciembre, y yo diría que cada vez antes, nos machacan con resúmenes del año, las fotos del año, los tweets del año, los muertos del año…, pero aún quedan semanas para que acabe el año y parece que no va a llegar. Luego, con el Año Nuevo, se empiezan a hablar de propósitos, de planes, de qué hacer, de cómo mejorar tu vida, de cómo ser más feliz en el año que empieza, pero enseguida te das cuenta de que todo es una continuación de lo anterior, de que sigue siendo invierno y haciendo frío, de que el año parece que no acaba de arrancar. Esa es mi sensación en enero: el año no acaba de arrancar. Tienes por delante un año enterito, nuevo, con mil cosas para hacer, planes, perspectivas, ilusiones, pero la cosa no acaba de arrancar.

Lo más curioso de todo es que una vez pasa enero, todo se precipita. Te lanzas al año con locura, los días se empiezan a alargar, empiezas a estornudar por culpa del polen, te pegas el primer baño en el mar de la temporada, luego el último y ya estás comprando el turrón. Es así, los diez meses y medio restantes pasan como un suspiro, hasta volver a llegar a mitad de diciembre, sorprendida porque ya se está acabando un año que no hace tanto parecía que no acababa de arrancar, y uno nuevo va a empezar, pero ni uno acaba aún ni el nuevo empieza aún.

Y vuelta a empezar.

La foto, de la semana pasada en Pisa, no tiene nada que ver con el texto, pero me apetecía ponerla.

sábado, 27 de enero de 2018

De huesos y semillas

No sé qué opináis de las reliquias, es decir, de esos trocitos de santos u otra gente que se meten en urnas y los fieles los contemplan con devoción. A mí me dan grima, mucha grima. Hace dos días acabé accidentalmente en una capilla con un montón de reliquias de un montón de santos. Bueno, accidentalmente... me voy a un camposanto y ¿qué espero encontrar allí? Pues no sé, la verdad, pero ¿trocitos de santos? No, definitivamente no. Vaya por delante que me parece estupendo meter en una urna transparente un trozo de la cruz o una espina de la corona de Jesús, pero ¿un hueso?, ¿una mandíbula?, ¿un cráneo? Menudo susto cuando el otro día me acerqué a ver "qué había en esas cajitas". Total, que ahí estaba yo accidentalmente mirando trocitos de santos, que uno era San Potito, que no sé ni qué trocito de los que había era San Potito, porque encima tenían trocitos de varios santos juntos en la misma urna, ¡¡trocitos de varios santos en una misma urna!! ¿Solo a mi me escandaliza? Mal rollo total, no disfruté del paseo por el camposanto ese nada de nada. El camposanto de Pisa, debería mencionar. Éste.


Porque he estado en Pisa. Y encima, qué frío. Que llevaba desde antes de las 9 pateando la ciudad y, de repente, qué frío tenía a eso de las once y pico de la mañana. Que ya, es enero y tal, pero yo qué sé. Que antes de las 9 estaba yo haciendo fotos a unas tumbas a través de unas barreras y no tenía ni frío ni mal rollo ni nada. Fotos como ésta.


Pero claro, no estaba viendo trocitos de gente. Dios, no me quito de la cabeza una mandíbula sin dientes. Para compensar el mal rollo de los huesitos, decidí ir a un sitio al que no pensaba ir ese día, en todo caso igual iba a ir ayer, si tenía tiempo: el jardín botánico. ¿Qué hay más lleno de vida que un jardín botánico? Pues eso. Pero claro, ESTAMOS EN ENERO. Árboles sin hojas, plantas sin hojas ni flores... vamos, que al entrar y ver ahí todo sin hojas, pensé "¿soy idiota o qué?". De ver huesos de santos a ver árboles desnudos, aparentemente muertos. Ahí, todos pelados, los pobres.


Pero no, a pesar de la impresión inicial y contra todo pronóstico FUE MARAVILLOSO.

No nos engañemos, yo iba allí a ver un ginkgo, que ya me había informado yo de que había un ginkgo, pero jo, QUÉ GUAY. Empecé dando vueltas ahí entre plantas dormidas y árboles sin hojas. Y pensé que no reconocería un ginkgo sin hojas. JA. A quién voy a engañar. Porque iba paseando tranquilamente y pensando en qué bien está este jardín botánico, cómo se nota que tiene fines didácticos más que económicos (forma parte de la Universidad de Pisa) y dónde estará el ginkgo y si seré capaz de reconocerlo cuando PUM, uy, esos dos de ahí parecen ginkgos. BINGO. Dos ginkgos abrazándose, o uno que se separó en dos muy cerca de la tierra, aún no lo tengo claro.


Estuve un rato haciendo el tonto bajo los ginkgos, fotos, jijiji a ver si puedo abrazarlos sin que nadie me vea, uy que no tengo que llegar tarde a la reunión, blablabla. Perdí un buen rato bajo ellos, luego fui al Museo Botánico que está dentro del parque donde, entre otras cosas, tienen un cuadro de un señor bizco, y seguí mi camino, mirando de vez en cuando hacia atrás, hacia los ginkgos que se abrazaban sin saber yo que lo mejor estaba por llegar. Encontré otro, EL ginkgo, uno sembrado en 1811, ¡¡¡¡1811!!!! Más de 200 años... Casi lloro de emoción, de verdad, qué maravilla de árbol, qué tronco más grueso, qué altura, QUÉ BELLEZÓN. Bajo ese ginkgo está la placa que explica el árbol, muy chulas estas placas, por cierto. Y he seguido ahí, más fotos, paseos por debajo, golpecitos al tronco para saludarlo, descartando un abrazo porque su tronco centenario era tan ancho que no había quién lo abrazara sin llamar ostentosamente la atención.



Total, que me estaba liando y aún tenía que ver más cosas. Fui a uno de los varios invernaderos que se pueden visitar, uno de plantas suculentas, cactus, vamos, que son preciosos. Un invernadero así de mono.


Y viendo catcus me he llevé otra sorpresa: tres ejemplares pequeñajos de Welwitschia mirabilis, una planta de esas extrañas, que no es que sea especialmente llamativa ni bonita, pero es fascinante y muy curiosa. Una planta que en su día vi en su hábitat natural, el desierto de Namibia, como conté aquí. Me emocioné tanto, tanto, tanto que empecé a dar grititos, menos mal que no había nadie en el invernadero, ventajas de hacer de guiri en pleno enero, oye.


Por cierto, qué genial lo de hacer turismo en ciudades en enero, de verdad. Total, que ya se me echaba el tiempo encima (no olvidemos que yo estaba allí por una reunión de trabajo, aunque no lo parezca), así que me fui a visitar en plan rápido la parte más nueva del jardín, una zona chulísima en la que hubiera pasado mucho más rato y en la que me encontré OTROS TRES GINKGOS. Y UN MONTÓN DE SEMILLAS. Las semillas de los ginkgos APESTAN (lo que les encantaba a los dinosaurios, por lo visto, que se las comían). Así que limité la recogida de semillas a solo 10, con sumo cuidado (la carne que las rodean, lo que huele mal, además es irritante). Y en mi locura emocional de recoger semillas, ni una foto les hice a los tres ginkgos. Cuando ya me iba, con las semillas apestosas escondidas en el bolso, me llevé otra sorpresa: entre las plantas que tenían a la venta justo a la entrada del jardín, tres pequeños ginkgos me miraban con carita de pena. “Llévanos contigo”, me decían. Pero fui fuerte y no me los llevé. Aún así, ahí me volví, más feliz que una perdiz con mis semillas de ginkgo, hacia el hotel, a comer algo rápido y a la reunión.


Ayer volví al jardín, bueno solo a la tienda, a comprar una camiseta de la Universidad de Pisa (bueno dos, que estaban de rebajas) y desde allí volví a mirar los tres pequeños ginkgos, en sus pequeñas macetitas, os juro que me ponían ojitos, pero me volví a resistir. Pero me costó mucho, mucho. Hoy, cuando se lo contaba a mi madre, me ha dicho muy seria “Haberte traído uno, mujer”. Ay. Me consuela pensar que ahora mismo tengo en mi poder semillas de ginkgos madrileños, romanos y pisanos. Y todo un reto conseguir que alguna germine.

Por cierto, lo olvidaba, alguna planta florecida había en el jardín. Pocas, pero alguna.



Ah, Pisa es cuqui, pero eso ya si acaso lo cuento otro día.

domingo, 7 de enero de 2018

De nieve y antigripales

Hace unos días pensaba en la cantidad de archivos que tengo en una carpeta de mi ordenador con entradas medio escritas para el blog que no he llegado a publicar. Tengo en la mente algunas de ellas, cosas que en su momento me ha apetecido a escribir aunque nunca he encontrado el momento de publicarlas, por pura pereza de sentarme delante del ordenador y dedicarle un rato a esto. Una de ellas, de la que me acordé por casualidad, estaba relacionada con las carreteras que se bloquean invierno sí e invierno también cada vez que nieva, con gente atrapada pasando horas y horas encerradas en sus coches. Mira tú por dónde que los acontecimientos de las últimas horas me han llevado a buscar eso que había escrito, que solo recordaba parcialmente, y tratar de rescatarlo.

En este caso, ni siquiera es una entrada, tan solo un párrafo en un archivo con varias ideas inconexas y desarrolladas a diferentes niveles. Ésta en concreto era un único párrafo, pero venía a decir lo mismo que he pensado hoy. Vaya por delante que creo que quedarse atrapado bajo la nieve en una carretera es una putada muy grande y, como todas las cosas graves que ocurren, suele ser la combinación de muchos factores. En este caso puede que haya habido falta de previsión de autoridades y responsables, pero también creo que necesariamente ha habido falta de concienciación de los usuarios; como alguien decía en twitter, falta de educación vial.

Lo de que se queden coches tirados en carreteras nevadas es como lo de tomarse un antigripal cuando te encuentras mal. Queremos que, a pesar de todo, nuestra vida siga igual, sin inconvenientes ni problemas y hacemos cualquier cosa para evitar los síntomas (los avisos de las autoridades en un caso y el malestar y cansancio en el otro) de que algo falla. ¿Hay aviso de nevadas intensas y recomiendan coger el coche solo en caso de emergencia? Bah, qué exagerados, no me van a fastidiar el fin de semana. ¿Tengo fiebre, tos, dolor de garganta y no puedo respirar de los mocos? Bah, me tomo algún medicamento milagroso y sigo con mi vida como si nada. Que cada uno hace con su vida lo que quiere, claro, pero esto tiene sus consecuencias. Si te lanzas a la carretera sin consultar el parte, sin llevar cadenas, sin ir preparado por si la nevada prevista es igual o peor de lo que dicen, te arriesgas no solo a quedarte tirado, sino a bloquear una carretera e impedir a otros vehículos (quitanieves incluidos) que a lo mejor sí que están viajando por necesidad o sí que van preparados y si no fuera por tu imprudencia podrían haber llegado a su destino. Si a pesar de encontrarte mal te tomas cualquier medicamente paliativo (porque gripes y resfriados solo se curan con el tiempo, cuando el cuerpo es capaz de liquidar los virus que los provocan) y sigues con tu vida, vas a trabajo o a pasar el fin de semana paseando por la montaña, te arriesgas a contagiar a tus compañeros y a que tu enfermedad, sea la que sea, empeore más de lo que debería.

Y esto me lleva a dos líneas de pensamiento divergente que solo puedo resumir por aquí porque me alargo demasiado. La primera, la de las retenciones, muestra algo de lo que ya hablé alguna vez: las responsabilidades. Parece que es imposible que la gente asuma sus responsabilidades. Repito, creo que en casos como éste lo que ocurre es una acumulación de errores de diferentes personas, entres u organismos, pero nadie asume las responsabilidades. Unos echan la culpa a los que se han quedado atrapados, otros a la concesionaria, otros al gobierno. Nadie, nadie entona el mea culpa y acepta que algo ha hecho mal. Se ve que queda feo o algo, lo de asumir responsabilidades. La segunda línea está relacionada con las enfermedades. Yo creo que hay que escuchar el cuerpo y cuando se está mal, hay que parar. Por supuesto, hay que recurrir a la medicina cuando es necesario, pero ahora que ya han pasado la época de regalos, los anuncios de juguetes y perfumes se han sustituido por anuncios de medicamentos que te hacen sentir feliz, alegre y curado mientras estás enfermo. Me pone mala ver anuncios de medicamentos. Ya sé que es una industria, un negocio, pero que no paren de vendernos que si estás malo lo que hay que hacer es tomar algo que oculte los síntomas y seguir como si nada, me parece poco adecuado. Pero, ya lo digo, parece que lo que se lleva ahora es ignorar los problemas o los inconvenientes o las cosas que alteran negativamente nuestra rutina y seguir viviendo como si nada. Con todas las consecuencias. Y eso me lleva a pensar que nos hemos vuelto una sociedad de niñatos caprichosos que solo buscan la mejor manera de ignorar los síntomas de que algo falla.

En la foto, mis huellas sobre la nieve recién caída en Ispra, en el norte de Italia, hace ya ocho años. Creo que no he vuelto a ver tanta nieve junta desde entonces.

lunes, 1 de enero de 2018

Uno de Enero

Cada año lo digo: me encanta el uno de Enero, me encanta la sensación de empezar de cero, de borrón y cuenta nueva, de tener un año entero por delante por descubrir, por disfrutar, por vivir. Sé que es un pensamiento con un punto ingenuo, inocente, casi infantiloide, pero a mí me encanta. Si tu año anterior ha sido bueno, puedes ignorar ese empezar de cero y seguir con tu vida; pero si ha sido regular, lo de empezar de cero, lo de cambiar el último dígito del año puede servir para ver los 365 días que hay por delante como un lienzo en blanco, algo nuevo por descubrir.

Yo no me puedo quejar de 2017, para nada, más bien al contrario, como ya conté ayer (el año pasado, juas, juas, juas), pero es verdad que las últimas dos semanas del año se me han hecho muy cuesta arriba y necesitaba un punto de inflexión para recuperar el positivismo y las energías. El cambio de año, las doce campanadas, son la excusa perfecta para volver a empezar. Y aquí está el año nuevo y aquí está el día uno y aquí está todo el principio.

Lo de empezar el año bailando swing hasta las tantas de la mañana también ayuda, la verdad. Y si en 2017 fui feliz bailando, me parece muy lógico empezar 2018 feliz bailando.

Otra cosa chula de empezar el año es estrenar agenda. Un año más, me inclino por la Moleskine pequeña, semana vista y una hoja rallada en la que escribir las listas que me ayudan a organizarme la vida. Me la compré en el aeropuerto de Roma, hace casi tres meses. Después de dos años de “El pequeño príncipe” ahora toca “Alicia en el País de las Maravillas” y aunque admito que el color azul de este año me chirría, me gusta demasiado como es para plantear cambiar. Y la frase de la portada me parece, un año más, acertadísima.

Ah, y los propósitos, el año nuevo suele venir acompañado de propósitos. Yo no tengo lista ni objetivos muy claros, pero sí unas cuantas cosas que me gustaría cumplir. Escribir más por aquí, publicar más, que últimamente sí que escribo pero nada acaba publicado. Centrarme de nuevo en mis hobbies, en leer, en tejer, en cuidar mis plantas, que llevo meses de cansancio o hartura o simplemente pereza. Poner en marcha la #operaciónbikini2018, para conseguir volver a los buenos resultados que conseguí con la #operaciónbikini2017. Ponerme en forma, al menos un poquito, al menos para sentirme algo mejor. Volver a disfrutar trabajando, que llevo también un tiempo un poco descentrada. Y ya está, eso es todo. Lo demás es simplemente disfrutar, esperar que el año nuevo sea benévolo y tomar lo que venga con alegría y en buena compañía. Y bailar. Y estar cerca del mar. Y disfrutar de la gente que quiero.

Que se cumplan todos vuestros deseos.

En la foto, la agenda de 2017 a la izquierda y la nueva de 2018, tan azul que hiere, a la derecha.